Por Juan Pablo Linardi
El sistema previsional argentino tiene una larga tradición con más de cien años de historia durante los cuales, a través de distintos mecanismos, el Estado asumió la responsabilidad de asegurar ciertos ingresos ante diversas contingencias sociales.
Argentina es uno de los países con mayor cobertura en la región, dado que alrededor del 95% de las personas mayores recibe un ingreso previsional. Los beneficios por jubilación o pensión, en sus múltiples modalidades, alcanzan a un promedio algo superior al salario mínimo, aunque con una importante heterogeneidad no siempre justificable.
Como resultado, la sociedad dedica un porcentaje significativo de su PBI a financiar estos beneficios, un nivel que ha generado preocupación, sobre todo si se consideran las tendencias demográficas.
En particular, las pensiones por fallecimiento son parte del esquema de beneficios que los Subsistemas de Segundad Social ofrecen para proteger a las personas de diversas contingencias sociales.
Estas prestaciones, en sus orígenes, encontraron su razón de ser en un modelo familiar tradicional, con un único generador de ingresos (habitualmente el varón) y una familia económicamente dependiente, lo que implicaba que, ante el eventual fallecimiento del miembro proveedor, la viuda e hijos/as quedarían sin ingresos para financiar sus necesidades básicas.
Al pasar los años, muchas situaciones predeterminadas se fueron modificando, entre ellas, el modelo económico familiar. La sostenida inserción de la mujer en el mercado del trabajo empezó a reflejar la necesidad de reformular el sistema laboral y de seguridad social.

En la actualidad, cuando se produce el deceso tanto de un trabajador como de un jubilado, la viuda, viudo o conviviente pueden iniciar el trámite de Pensión. En el caso de las convivencias, deben acreditar haber vivido juntos durante por lo menos cinco años inmediatamente anteriores al fallecimiento, plazo que se reduce a dos años cuando existen hijos reconocidos por ambos convivientes. También tienen derecho a la pensión los hijos/as solteros de hasta dieciocho años e hijas viudas, siempre que no gocen de otro beneficio, y los hijos discapacitados, sin límite de edad, si al momento del fallecimiento se encontraban imposibilitados para el trabajo y a cargo del causante.
Teniendo en cuenta la mayor amplitud de derechohabientes que existen y los cambios sostenidos, sobretodo en el modelo de familia, se impone la necesidad de revisar la accesibilidad a las prestaciones, en particular, las pensiones.
Por dar un ejemplo, una persona puede recibir una prestación por fallecimiento de manera vitalicia, por el solo hecho de poder demostrar que ha convivido 2 años con el causante a la fecha del fallecimiento, esta situación como mínimo amerita un debate en cuanto a su razonabilidad en pos de la sustentabilidad del sistema.
Una propuesta de reforma, podría ser, establecer un límite temporal al cobro de pensiones por fallecimiento por parte de ciertos derechohabientes en edad de participar en el mercado de trabajo, a fin de que funcione como mecanismo de protección ante el shock económico de la viudez y no como ingreso vitalicio garantizado, dejando esto último para personas que por su condición, presenten una situación de vulnerabilidad económica y, además, reformular las reglas de cálculo de haberes de pensión para los casos de personas que ya cobran jubilación, de forma de reconocer la existencia de economías de escala en el hogar sin que ello implique la acumulación de beneficios en personas con economías acomodadas.
Avanzar en este sentido, significaría un paso importante hacia un sistema previsional más inclusivo y sostenible, al ofrecer protección adecuada a aquellas personas que la necesitan y limitando la duplicación de beneficios de largo plazo para personas que no la requieren de igual manera.